Caperucita roja
26/10/2019, Tinta de Celaeno
Caperucita roja era una niña solitaria y soñadora que vivía en una casa apartada con su madre. Su madre era panadera y Caperucita se lo pasaba muy bien ayudándola a preparar la masa y a dar fuelle al horno.
Caperucita también tenía una abuela, quien vivía en su casita más allá del bosque y todos los meses le llevaba comida y le preguntaba qué tal las cosas. Su querida abuela fue quien empezó a llamarla Caperucita roja, por una capa con capucha de color rojo que siempre llevaba con ella.
Todas sabían que en el bosque viven malvadas criaturas. Algunas de ellas usaban pequeñas artimañas para confundir a Caperucita y a su madre para que se desviaran de su camino o tomaran frutos que les producían dolor de barriga. Así que cuando salía con su madre para ir junto a la abuela recordaban juntas “no se le puede hacer caso a los animales del bosque”.
Caperucita se despertó contenta “hoy visitaré a la abuela” se dijo. Bajó a la cocina y su madre la esperaba con una cesta con comida para que se la llevase. Su madre le puso su capa roja y le dio un beso en la frente.
La niña salió de casa pensando “recuerda, no se le puede hacer caso a los animales del bosque”. Caminó hasta la valla de su casa, abrió la puertecita y la cerró al pasar al otro lado. Vio el cielo, completamente despejado y supo que sería un buen día.
Paseó con calma por los caminos adoquinados que iban hacia el norte, contando los adoquines que pisaba, sabiendo que no tenía prisa pues su abuelita no salía de su casa y que se la encontraría en ella fuese a la hora que fuese.
Los adoquines fueron desapareciendo poco a poco, pues la niña había comenzado a caminar por el bosque ya que era el camino más corto. “No se le puede hacer caso a los animales del bosque” se dijo una vez más.
De los árboles salían voces que la querían engañar “Caperucita, Caperucita, hay unos frutos riquísimos que debes probar” le dijo una, pero ella sabía que no debía hacerles caso en absoluto. Se paró en el río a beber y a lavarse la cara y allí vio que se acercaba un ser peludo. ¡Un lobo!
Caperucita recogió su cesta y se disponía a salir corriendo, pero el Lobo la tranquilizó. “Tranquila pequeña, sólo estoy dando un paseo, ¡no esperaba ver a nadie aquí!” y Caperucita se tranquilizó puesto que Lobo hablaba con suavidad. “¿A dónde vas sola?” y ella confiada, le dijo que iba a casa de su abuela. El Lobo sonrió “¿te dejan ir sola por el bosque?” y ella le dijo que sí, siempre y cuando no hiciese caso a los animales. Lobo entonces le dijo que no pertenecía al bosque, así que no debería tener problemas con él.
Lobo mostró curiosidad por la capa roja y la cesta, también le preguntó sobre los pájaros y el río. Caperucita le respondía con rapidez a todas sus preguntas, incluso una vez tuvo que parar a tomar aire: hacía mucho tiempo que nadie hablaba tanto con ella. “¡No estás sola Caperucita!” le dijo Lobo para que fuese su amiga.
Caperucita le dijo donde vivía su abuela, “se llega a su casa por este sendero junto al río” y el Lobo le dijo que él conocía un camino mucho más corto para llegar a esa casa. Lobo le deseó suerte y Caperucita le prometió saludarlo siempre que fuese al bosque.
Lo que no sabía Caperucita es que Lobo tenía la intención de ir a casa de su abuela y comerla, y cuando llegase ella, hacer lo mismo. Puesto que los lobos son carnívoros y como es del bosque, es una criatura malvada de esas que hacen que otros se desvíen de su camino o tomen frutos que producen dolor de barriga.
Así que Lobo se adelantó y fue por el camino que le dijo Caperucita. El camino llevaba directamente a una casa de la que salía humo de la chimenea. Era una casa encantadora de piedra con ventanas fuertes de ébano. Su tejado parecía algo descuidado, esperado para una señora mayor que vivía sola.
Lobo se relamió sus colmillos y fue corriendo hacia la puerta. Toc, toc. Escuchó pasos y como alguien se detuvo delante de la puerta. “¿Quién es?” y él le respondió con una voz dulce “soy tu querida nieta”. La puerta se abrió pesadamente sobresaltando al animal. No vio a nadie dentro de la casa por lo que asomó la cabeza. Allí estaba la abuela de Caperucita. Era una anciana encorvada con un gran moño.
Lobo entró y cerró la puerta. La anciana levantó sus enormes orejas, abrió su enorme boca y lo miró con sus enormes ojos. “Abuela, ¡que ojos tan grandes tienes!” le dijo asustado Lobo. “Son para verte mejor” le respondió con una voz gutural que lo paralizó. “Abuela, ¡que orejas tan grandes tienes!” y ella le dijo “son para oírte mejor”. Lobo, sin poder moverse le dijo por última vez “Abuela, ¡que garras tan grandes y afiladas tienes” y ella, sonriente, le respondió “son para despellejarte mejor”.
Caperucita fue por el camino que le dijo Lobo y se perdió, pero vio el humo de la casa de su abuela y pudo llegar finalmente. Llamó a la puerta, escuchó la voz de su abuela y ella abrió la puerta. “Abuelita, ¡a que no te lo vas a creer! ¡un lobo me engañó e hizo que llegase más tarde!”. Su abuela sonrió con ternura y le acarició la cabeza para tranquilizarla. Tomó la cesta que le traía Caperucita Roja y fue guardando las cosas en la despensa. Guardó la miel, el pan recién hecho y los granos de café que solía poner a cocer para que la casa no oliese a carne en descomposición.
La abuela le sirvió carne y caldo y Caperucita se la comió gustosamente, “¡que bien sabe la carne de Lobo!” le dijo mientras sacaba restos de carne de entre sus colmillos. “¡Los animales del bosque son muy malvados!” exclamó, mientras su abuela asentía con su cabeza.
Más tarde, cuando terminaban de limpiar la casa juntas, llamó a la puerta el señor cazador, entregando carne como ofrenda para que ninguna de ellas se acercara al pueblo.