Zurzur
13/07/2019, Tinta de Celaeno
La mina llevaba abierta más años de los que ella tenía. Se extendía por una red de túneles de kilómetros y kilómetros hasta llegar a grandes cámaras donde se seguía extrayendo oro. Era de los pocos planetas rentables de aquel sistema solar y los colonos dependían de esta explotación.
Había revisado las instalaciones durante el último año, cuando fue trasladada allí en una sustitución que dejaría de ser temporal a la muerte del anterior facultativo. Era el tercer fallecido en ese periodo por picadura del zagir, un escarabajo con aguijón originario de ese lugar y que se reproducía a ritmos agigantados por la desaparición de su depredador natural, los plogs, unos reptiles muy sensibles a la contaminación atmosférica.
Temía a esos insectos, pero confiaba en la experiencia del equipo médico con el que trabajaba. Estos combinaron los ritos y tradiciones locales con la ciencia, desarrollando medicamentos efectivos para combatir las enfermedades propias de ese planeta a pesar de las constantes mutaciones de las mismas, en vez de emplear avances salidos de la Federación de Planetas, que en algunas colonias solamente consiguieran hacer resistentes a las bacterias.
No era muy optimista al respecto, pero si seguía las recomendaciones que se le dieron a rajatabla, seguiría viva durante bastantes años en ese aburrido planeta.
Se levantó alarmada por las luces de emergencia. Había sucedido un accidente en la mina y debía registrarlo antes de que reanudasen las actividades de laboreo. Cruzaba los dedos para que no fuese un accidente mortal: los trámites así eran más complicados y elaborados, teniendo que notificar a Inspección de Trabajo Interplanetaria, a la cual seguramente le daría más bien igual mientras las mutuas no reclamasen nada. Estúpida burocracia.
Llegó enseguida, subida a uno de los volquetes tipo lagarto. Empleando señas le indicaron lo sucedido. Había reventado una parte de las paredes de la explotación por la enorme presión que estaban soportando debido a la excavación. Accidente mortal.
Antes de que terminara de escribir, el colono más joven —o que intuía como más joven— le arrastró hasta la zona reventada, aún con polvo en suspensión que le obligó a cubrirse la nariz. Al otro lado de la nube de polvo y tras caminar por un suelo de roca estallada pudo ver lo que al colono le aterraba: un panal de colmena. Las historias locales incluían siempre al zurzur como la más terrible de las bestias del planeta. Tuvieran que exterminarlos a todos para poder sobrevivir y esto dio lugar a una era de prosperidad sin precedentes. Volver a ver un panal era como revivir una pesadilla. Era hexagonal como de las abejas de otros sistemas, pero por el tamaño dedujo que serían casi tan grandes como ella y que serían mucho más inteligentes que aquellos colonos —porque el listón en aquel planeta no estaba muy alto—.
No entendió el motivo por el que ese paticorto y azulado ser le había enseñado aquello. No era responsabilidad suya o del Departamento de Higiene y Salud. El colono no dejaba que se marchase de allí. Entendió finalmente que quería que escribiese aquello en sus notas. Lo cierto es que las notas son solo eso, notas, y que no tenía intención de notificar a nadie por el descubrimiento. Era solo panales de una especie ya extinta.
El caos invadió la región. Al día siguiente nadie quiso ir a trabajar, paralizando la actividad no solo de la mina sino de las plantas de beneficio y del transporte de oro. La empresa extractora enviaría a sus “gorilas” si no se arreglaba el entuerto. Realmente a ella no le afectaba aquello, ya que no trabaja para esta, pero no era bueno para su reputación.
Decidió ir por su cuenta a revisar el panal. Una mezcla entre responsabilidad de empleada pública y curiosidad enfermiza. Acabó metida entre las celdillas hexagonales caminado por la estructura orgánica húmeda que le dejaba un sabor dulce en sus manos.
Afortunadamente había aprendido trucos para no perderse por conductos o túneles. Se los había enseñado su mentora en su periodo de formación. Usó marcas luminosas (spray sensible a la luz) y banderines. En el banderín se indicaba también a la hora a la que fue puesto. Era imposible no volver a encontrar el camino de vuelta. O eso creía.
Cuando se introdujo más en la estructura mallada encontró partes pútridas. Eran poco sólidas y cayó de nivel en nivel y desde allí ya no podía ver ningún banderín o marca para regresar. Esto le produjo mucha ansiedad y terror. La linterna no se le había soltado de la mano, pero chisporroteaba afectada por la caída. Sacó otra linterna, porque es una mujer preparada. Escuchaba crujidos, quizás de cómo seguía desmoronándose toda la estructura. Continuó la exploración: no tenía forma de regresar todavía.
El panal era de una combinación de grises y negros, distribuidas como si fuese un macizo con vetas de cuarzo. Estaba rodeada de muerte. Algo que lo sobrecogió. Escuchó un crujido más adelante de donde estaba y paró su avance. No quería volver a caer. Los crujidos se acercaban a ella y retrocedió con prisa, aterrorizada. Apuntó con su linterna la procedencia del ruido, sin prestar atención al hecho de que había llegado a arrancar un banderín de un manotazo.
El crujido provenía de una enorme y peluda abeja. Sus ojos rojizos brillaban con la luz y la reflejaban, haciendo que las paredes fuesen recuperando su color amarillento. Apagó la linterna creyendo que la luz atraía a ese ser. Efectivamente era así. El crujido seguía, pero el zurzur permanecía en su sitio. La especie que creía extinta no lo estaba y tenía a uno de los supervivientes a escasos metros. Una especie letal, más letal incluso que los zagires.
Las manos sudorosas se impregnaban de la miel de aquellos panales muertos. Su sabor era amargo y su consistencia era más pegajosa.
Retrocedió hasta donde se acababan las banderillas y las marcas de spray. No podía ascender por el boquete creado porque se resbalaba y el ascenso era cosa imposible. Tocaba explorar otra ruta desde allí.
Los panales eran amarillentos por el nuevo camino. Eso podría significar estar más cerca de la explotación. Confiándose demasiado, actuó con brusquedad, con pasos más rápidos y fuertes y el suelo se rompió de nuevo haciéndola caer. La caída era mayor que la anterior y ya dio todo por perdido. No creía volver a salir a superficie. El espacio al que llegó era amplio, no un estrecho túnel.
Golpeó la linterna para encenderla. Las dos linternas consigo estaban estropeadas. La luz fue un destello breve, pero suficiente para ver que estaba rodeada de zurzúes. Chilló de manera involuntaria.Un chillido agudo de histeria. Los crujidos y chasquidos hacían eco en sus oídos. Notó patas peludas saltando por encima suya. Una le pasó cerca de la nariz y casi le hizo estornudar. Se arrastró por el suelo lentamente, hundiéndose en miel, como si aquello fuesen arenas movedizas.
Se agarró a la pared como si le fuese la vida en ello y en cierto modo así era. La mochila a su espalda se le clavaba a la carne, pero no iba a soltarse por nada del mundo. Empezó a notar humedad entre su entrepierna, ¿qué demonios pasa ahora? Asustada hizo cálculos mentales. El calendario de ese planeta no seguía las convenciones terrícolas ni los estándares de la federación. Su rotación era cada 27 horas y no cada 24. Costándole realizar cálculos con los nervios dedujo la única posibilidad: le bajaba el periodo y lo que tenía entre sus piernas era la sangre de su útero. Sangre coagulada, pero igualmente sangre. En el momento más inoportuno posible. Pensar en ello al menos la distrajo durante unos segundos, antes de volver a entrar en estado de pánico.
Ya no era que aquellos insectos la matarían con suma facilidad, también podía hacerlo los cacahuetes a los que ella era alérgica, sino que en general todos los insectos les daban miedo y asco a partes iguales. Era un miedo absurdo con el que había nacido y sabía que jamás iba a librarse de él. Y menos ahora.
Un zurzur caminó por encima de la linterna que se le había caído y la golpeó encendiéndola. Ella solo pudo soltar un ligero alarido de sufrimiento. La luz de la linterna hizo brillar los ojos de esas abejas e hizo que toda la estancia tuviese un color rojizo. Las paredes cambiaban de color a uno mucho más vivo y se fueron extendiendo hasta donde le alcanzaba la vista. “Genio, la que has liado” soltó resignada.
Con la luz roja los zurzúes también empezaron a lucir colores más vivos. Sus alas empezaron a aletear. Las paredes empezaron a brillar iluminando toda la estancia y la luz roja fue sustituida por una de color amarillento. Como si alguien —ella—, hubiese encendido el interruptor de la luz. Con toda la sala iluminada pudo ver como su pantalón estaba manchado de su sangre, confirmado sus cálculos.
Los zurzúes levantaban la cabeza, parecía que estaban oliendo, ¿acaso esos seres tenían un sentido del olfato desarrollado? Esos seres tenían un sentido del olfato desarrollado. Zumbaron con fuerza, enfurecidos. Se giraron hacia ella, casi embebida en la pared por escurrirse debido a la miel. Si tan solo no fuese mujer aquello no hubiese sucedido, quizás si fuese hombre estaría en ese momento mirando todavía el panal de la colmena, pensando todavía qué hacer y sin tener las agallas para haber entrado.
Lo siguiente de lo que ella es consciente es que está corriendo por un túnel a gatas con un aguijón apuntándole a escasos centímetros de su piel. Evita que se lo clave de una patada, que lo hace retroceder, y continuó con su huida a ninguna parte.
Veía sombras de los abejorros a través de las paredes, ahora ligeramente translúcidas. No eran demasiados, pero se movían con rapidez, como el que le perseguía a ella. Al final del túnel vio algo que le dio esperanza: uno de sus banderines. Lo agarró como pudo y continuó pataleando. Por un momento voltea la cabeza y ve que la persigue más de un zurzur. Quizás no estuviera pataleando al mismo una y otra vez.
Vio otro banderín. Se las ingenió para comparar horas y ver por donde tenía que continuar. La hora del segundo banderín era anterior: ¡estaba yendo por el lugar correcto! La pintura fotosensible brillaba ligeramente y pudo encontrar la entrada a la mina.
Salió dando una enorme bocanada de aire. Como si estar tanto tiempo en la colmena hubiera vaciado sus pulmones y hubiera reemplazado el oxígeno por miel. Por el panal asomaba el aguijón afilado de su atacante. Le impresionó más ahora, quizás porque presa del pánico no había reparado en él en la persecución.
Se dio cuenta que estaba perdida. Esos bichos saldrían de la mina a por ella, la matarían y comerían y después irían contra los colonos. Tenía que buscar una forma de evitarlo, puesto que no tenía intención de morir todavía, y mucho menos manchada de su propia menstruación. Observó las inmediaciones. ¿Qué podía hacer?
El primer zurzur salió y fue directo a por ella. Esta lo golpeó con su mochila y cuando retrocedió, le lanzó la linterna y, en la desesperación, usó el spray contra él. Se sacudió las alas molesto y cayó al suelo. Mientras terminaba de eliminar la pintura de sus alas, ella se subió a un volquete tipo lagarto. Esos volquetes mineros eran bajos, de poca capacidad, pero más veloces. Accionó el motor y aceleró atropellando a la enorme abeja. La sensación del aplastamiento desde el vehículo, así como el chasquido y el olor pútrido, le produjo náuseas.
Le alivió saber que no eran ni inmortales ni tenían capacidades especiales salvo ser abejas gigantes. Pero no podía descansar: venían muchas más del panal. Veía como se empujaban las unas a las otras luchando por ser la primera en salir y la primera en picarle. Aceleró de nuevo el vehículo y lo precipitó contra el panal. Consiguió colapsar la entrada y quizás dañar a alguno de los zurzúes. Estar subida a aquel monstruo metálico de casi veinte toneladas le dio una idea.
Mientras los zurzúes se recuperaban del golpe ella podía llenar la bañera del vehículo con todos los explosivos que encontrara en el polvorín. Tenía que darse prisa.
Si no estuviese en peligro inminente de morir agujereada y envenenada estaría en estos momentos escribiendo un informe: el polvorín guardaba muchos más kilogramos de explosivos que los legalmente permitidos. Los explosivos estaban guardados en cajas y envasados como si fuesen chorizos de cantimpalo.
Lanzó los explosivos por el aire para que cayesen en el volquete. Sabía que era seguro tratarlos así y peor puesto que los colonos eran unos manazas. Paró cuando oyó zumbidos saliendo del panal, pero el camión estaba lo suficientemente cargado. También lanzó dentro del volquete cartuchos ya cebados con el detonador y cordón detonante de gran longitud. Se subió a la cabina e inició la marcha hacia la muerte.
El panal estaba cada vez más cerca y el terror se había disipado. Estaba llena de energía y de furia. Introdujo una de sus manos dentro de su ropa interior manchándosela de sangre de su endometrio y se pintó dos líneas verticales a cada lado de la cara. Esto era su Vietnam.
Se estrelló contra varios zurzúes, uno atravesó la luna con su aguijón y este le rozaba su cara. No le importó más que por el hecho de empeorar su visibilidad. Ahora se reía de sus miedos por ser atacada por un zagir; deseando que tanto su mentora como el anterior facultativo estuvieran presenciando su clímax de venganza y temeridad desde el cielo, de existir.
Se situó delante del panal, ahora brillante, del que asomaban patas peludas y de colores intercalados. Negro. Amarillo. Negro. Amarillo. Aceleró y agarró con fuerza el explosor con una de sus manos, dispuesta a accionar los explosivos una vez impactara y se precipitara por los frágiles niveles de la colmena. Hundiéndose en miel. Una muerte dulce, sin duda.
Cuando la luna del vehículo saltara por los aires del impacto, accionó el explosor.
La explosión se propagó por la colmena rompiéndose la estructura del panal. La estructura dañada no se podía sostener por sí misma e hizo que colapsara gran parte de la colmena. Las paredes de la mina y que sostenían todo aquello también se vinieron abajo y sepultaron los restos del volquete, así como los zurzúes. En la superficie los colonos vieron sus casas caer debido a la subsidencia.
Los días pasaron y nadie quería entrar allí. Tanto por el colapso como porque no sabían que la colmena estaba ahora destruida. La empresa enviara a un grupo de matones para obligar a los colonos a entrar en la mina y también buscaron a la desaparecida facultativa sin éxito. Los colonos valoraron los daños de la explotación y como el panal que tanto les asustaba era inaccesible.
El polvorín había sido asaltado y faltaba el explosivo, dedujeron que alguien estuvo allí al desalojarse la instalación debido a la amenaza de los zurzúes. Encontraron también la mochila de la facultativa. Estaba manchada de miel. Contenía un bote de spray de pintura y banderines. Los colonos se peleaban por tenerla y abrazarla. A pesar de su limitada inteligencia comprendieron que ella estaba detrás de todo.
Revisaron la mina duramente y sin cesar, buscando a su heroína. No pararon ni cuando la actividad en la explotación se reanudó.
Nunca la encontrarían.
Este relato se escribió con motivo del Primer Concurso de Relatos Cortos de la página Aventuras Bizarras.